miércoles, 10 de septiembre de 2014

Imprimiendo la leyenda

Aquí podeis encontrar mi granito de arena al estupendo dossier que ha publicado la revista Magnolia repasando la filmografía de Richard Linklater. En este caso, la reseña de Me and Orson Welles.

Filmografía de Richard Linklater en Revista Magnolia

jueves, 28 de agosto de 2014

Luz contra oscuridad

True Detective es, sin duda, la serie televisiva sobre la que más ríos de tinta se han vertido en los últimos doce meses. Y eso no es una cota despreciable, teniendo en cuenta que estamos hablando de los doce meses en los que hemos podido ver el final de Breaking Bad. La razón de este triunfo es simple. Nos encontramos ante, posiblemente, la serie más ambiciosa y, en muchos sentidos, compleja que jamás se ha realizado para la televisión. El mero concepto de la serie, con un único escritor (Pizzolatto) y un único director (Fukunaga), ha permitido no solo un nivel de cohesión inaudito a sus episodios, sino también que sus autores puedan crear una trama con una riqueza de referencias absolutamente abrumadora. Buscando un poco, se pueden encontrar cientos de artículos que desmenuzan la serie ahondando en cada aspecto de ella (al final del post se pueden encontrar un par de estupendos y muy recomendables links). Su trama de noir sureño que bebe del gótico americano, de R. W. Chambers a H. P. Lovecraft, su carga filosófica que va del existencialismo Nietzscheano al cinismo de Cioran, o una estética que bebe de El Bosco o Bacon y llega hasta las fotografías de la America petroquímica de Richard Misrach. Y a todo eso se podíamos seguir añadiendo: Faulkner, Zodiac, Twin Peaks, Burke… Una lista sin fin que nos coloca ante la serie más complejamente rica de la historia de la televisión.   


Sin embargo, lo que realmente atrapa (me atrapa) de esta serie no es su apabullante plano intelectual sino la capacidad que tiene de emocionar a pesar de ello, no dejando que ese intelecto encorsete la historia y sus personajes. Porque al final y a pesar de todo, True Detective no deja de ser la historia de un tipo (Rust/McConaughey) condenado a vivir en la oscuridad y su lucha por encontrar un pequeño halo de luz dentro del mundo más sórdido que alguien se pueda imaginar. Y lo que realmente hace avanzar su trama es su contraste con ese americano modelo que encarna su compañero (Martin/Harrelson). Durante sus destilados ocho episodios vamos a ver al mismo tiempo por un lado como Rust, ese misántropo nihilista, un hombre brillante que está condenado a la marginalidad simplemente por haber nacido en el lugar equivocado, será capaz de encontrar esa brizna de esperanza a través de una obsesión que le comerá el alma y el cuerpo. Por otro veremos a Martin, una fachada modelo rellena de podredumbre que encontrará en la obsesión de Rust su vía final de redención.
Lo que de verdad hace grande a True Detective es la (aparente) oscuridad de McConaughey, su cinismo y amargura en medio del infierno del “White trash” de la America profunda en el que él es el inadaptado, frente a la (aparente) luz de la mediocridad de Martin, que le permite cumplir un papel de modelo en la comunidad. Y como, en cada episodio, ese claroscuro se difumina y la penumbra acaba cubriéndolo todo hasta que a ambos no les queda otra que aliarse para, unidos por una obsesión, ser capaces de encontrar esa pequeña y diminuta flor que a pesar de todo es capaz de crecer en medio del estiércol.
La escena final, probablemente los seis minutos más intensos que puedo recordar, es muy esclarecedora en ese sentido. De nuevo, mucho se ha hablado sobre ella utilizando la palabra Fe. Sin embargo, me temo que la palabra correcta que debiera utilizarse es esperanza. Porque de eso trata True Detective, de lo mucho que duele mantenerla viva y seguir creyendo en la luz mientras estamos en medio de la más oscura de las noches. 


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True Detective - Temporada 1 (2.014)
Dirección: Cary Fukunaga
Guión: Nic Pizzolatto
Fotografía: Adam Arkapaw
Montaje: Alex Hall, Affonso Gonçalves, Meg Reticker
Música: T Bone Burnett
Interpretes: Matthew McConaughey, Woody Harrelson, Michelle Monaghan, Michael Potts

martes, 8 de julio de 2014

El dolor de la memoria

Ahora que parece que la estrella de Atom Egoyan se apaga lentamente y que la esperanza de que vuelva a firmar una obra con mayúsculas desaparece, no está de más volver sobre una de sus obras más significativas. Ararat llegaba en 2002, culminando un periodo de ocho años en estado de gracia que inauguró con Exótica (1994) y que contó con dos filmes más entre medias (El dulce porvenir, 1997 y El viaje de Felicia, 1999). Ese periodo situó al cineasta en el olimpo del cine de autor del que ahora parece haber sido desterrado para siempre.
De entre todas esas cintas, sin duda Ararat es la más visceral y por ello, posiblemente, la más hermosamente imperfecta de todas ellas. Esto se debe a que, a pesar de que la película no se desvíe ni un centímetro de la hoja de ruta temática de toda su filmografía (la culpa, el dolor por la perdida, la soledad, la venganza), en este caso se tiñe de un tinte biográfico que infecta de intensidad sus escenas.


La misión que se autoimpone Egoyan en el film es, ni más ni menos que la de arrojar luz sobre la que quizás sea la más desconocida de las infamias perpetradas por el ser humano en el siglo XX, el genocidio armenio en Turquía. Un hecho que aún hoy sigue siendo negado por el Gobierno turco que lo cataloga de una gran mentira. Y precisamente esa contradicción (el hecho y su negación) genera los dos grandes ejes que vertebran la película, la reflexión sobre los límites de lo real y lo imaginario y el propio reto de representar unos hechos que han quedado como un borroso recuerdo de la historia oficial.
Lo que en principio parece una sencilla historia de un equipo cinematográfico intentando hacer una película sobre lo ocurrido, acabará volviéndose una trama que se dispersa y disemina y en la que los personajes, la película que ruedan y los hechos reales que se intentan representar se funden y confunden no solo física sino emocionalmente. Y a través de ello les vemos sufrir ante la imposibilidad de recomponer la auténtica verdad de unos hechos de los que solo queda el pequeño trazo de una foto que observamos desde todos sus dimensiones posibles y desde todas las texturas… el video del grabado inspirador, la vieja foto, el cuadro que la representa, la película que retrata el momento de su toma, componiendo un cubo de rubik irresoluble que acaba obsesionando a todos sus protagonistas.


Pero sobre toda esa estructura, lo que prevalece es una inmensa y muy contenida emoción que impregna sus imágenes. Egoyan siente como propio el dolor que representa y sentimos como le duele cada uno de esos recuerdos. Eso le llena de un pudor que le impide caer en el sensacionalismo y le hace asumir que es imposible representar la atrocidad (y que incluso sería abyecto hacerlo). Y de ese gesto, lo que aflora es un lirismo a media voz que sobrecoge ante la idea de imaginar lo que debió ser, ante el dolor de un pueblo al que se le ha negado el recuerdo pero que sin embargo sigue viviendo y viendo en el espejo reflejado el estigma de una infamia. 

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Ararat (2.002)
Guión y Dirección: Atom Egoyan
Fotografía: Paul Sarossy
Montaje: Susan Shipton
Música: Mychael Danna
Interpretes: David Alpay, Christopher Plummer, Charles Aznavour, Arsinée Khanjian

lunes, 23 de junio de 2014

Cuando Warhol encontró a Jersey Shore

Hace ya más de cincuenta años que Andy Warhol y sus acólitos de The Factory tuvieron el valor de reivindicar lo que se vino en llamar la “cultura popular” como una muestra artística tan valiosa como lo era el “arte culto” hecho para solo unas minorías. Aquello del “todo el mundo merece sus quince minutos de fama” ha ido evolucionando a lo largo de los años y aunque, probablemente, se haya acabado traicionando la intención original de la proclama, sin duda vivimos en una sublimación constante de dicha premisa. El concepto de “reality show” ha conseguido convertir en material de consumo masivo el día a día de cualquiera en cualquier situación por muy anodina que sea. Todo es susceptible de ser consumido. Todo es susceptible de ser convertido en material de consumo para masas. 
Harmony Korine es, sin duda, un alumno aventajado de esa nueva cultura popular (o cultura basura, como los más snobs la catalogan) en la que lo que importa es meter la nariz en lo más sórdido y sonrojante de nuestra naturaleza. Tras una irrupción fulgurante a finales de los noventa, fue capaz de crear esa pieza de culto que era Gummo (1997). Una onírica historia con resonancias de La Parada de los Monstruos (Freaks, 1932) de Tod Browning, desarrollada en el medio-oeste de la America más profunda y en la que nos mostraba lo que sería a posteriori una constante en su carrera, la obsesión por retratar lo más grotesco y desagradable que se encuentra en los márgenes de la sociedad. Tras el éxito y casi quince años de obras fallidas, Korine volvió en 2013 con Spring Breakers para reivindicarse (y resucitar).


Para realizar la maniobra ha decidido mover su campo de acción desde la sórdida America “redneck” a las soleadas playas de la Florida de la MTV. Y así nos mostrara que la sordidez no depende del nivel de bronceado ni el color del tinte de sus protagonistas, siempre está ahí. Y para ello se rodea de unos ingredientes explosivos. En primer lugar toma a tres princesitas Disney, ídolos de cualquier niña adolescente del planeta y las convierte en auténticas “freaks” del sexo, las drogas y el alcohol (además de hacerlas pasear en biquini el 90% del metraje). Luego toma a uno de los guapos oficiales (James Franco) y lo convierte en un ser completamente repulsivo y violento. Y todo ello lo bate y lo remueve a ritmo del dubstep de Skrillex que junto con Cliff Martinez es capaz de crear una banda sonora incisiva pero hipnótica. Todo ello se funde con unas imágenes casi líquidas en las que la nitidez importa muy poco y lo que prima son unos colores saturados que se confunden y se disuelven en una orgía de fiestas universitarias para formar un collage abstracto que nos recuerda a Winding Refn o al mismísimo David Lynch de Inland Empire (2006).
La trama es mínima y simplemente sirve para introducirnos en un espacio social (el del universitario medio americano) en el que, como por otra parte se puede observar en cualquier episodio de Jersey Shore o similares, existe la cultura de la nada, del hedonismo como objetivo único y último y en el que el rey es quien consiga beber más, el que aguante más drogado o estar con más mujeres al mismo tiempo. Y todo ello se nos muestra sin juicios de valor de ningún tipo. Que nadie espere moralinas ni moralejas, solo encontrara el vacío.
Pero, al mismo tiempo, que nadie espere frialdad y desapego, porque si hay algo en lo que Korine es especialista es en escarbar hasta encontrar esa pequeña brizna de poesía que hay oculta en la sordidez. Frente al ruido y la furia que impregna la película, contrasta la vocación lírica. La sublimación de ello es la escena en la que al ritmo de Everytime de Britney Spears (obviamente, no podía ser otra) observamos las fechorías de esta banda improvisada de delincuentes. En ninguna otra escena como en esta se nos enseña cómo se puede llegar a la belleza desde el exceso, navegando en el filo que separa lo hermoso de lo ridículo, lo grotesco de lo poético.  



Y es en ese filo donde Harmony Korine parece querer colocar su película. Es un órdago, un todo o nada, en el que decide colocar poesía y vulgaridad a convivir, muchas veces incluso en el mismo plano. Y es precisamente a través de ese contraste como consigue retratar mejor que nadie de lo que realmente está hecha nuestra cultura de consumo, un envoltorio lleno de nada.

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Spring Breakers (2.013)
Guión y Dirección: Harmony Korine
Fotografía: Benoît Debie
Montaje: Douglas Crise
Música: Cliff Martinez, Skrillex
Interpretes: Vanessa Hudgens, Ahsley Benson, Rachel Korine, Selena Gomez, James Franco

domingo, 30 de marzo de 2014

España en modo impresionista

Juan Cavestany es una rara avis dentro de la cultura española. Mientras ha saboreado las mieles del éxito crítico y popular como parte integrante del grupo teatral Animalario, escribiendo éxitos tan incontestables como el de su obra “Urtain” (2008), su carrera cinematográfica se mantiene en los márgenes de la industria. Tras un par de intentonas fallidas de integrar su trabajo dentro del sistema (El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo, 2004, y Gente de mala Calidad, 2008), en 2010 decide cambiar de rumbo y empezar a manufacturar de manera artesanal sus trabajos, que de esa forma se colocan al margen de la Industria y de la distribución convencional. Es en su primera película de esa nueva etapa (Dispongo de barcos, 2010) donde aparece por primera vez la cabecera que acompañará a partir de aquí todos sus películas y que muestra una mano sosteniendo una cámara de vídeo casero enfocando el lema “Hecho a mano”. Y ese lema es el que define en gran parte su trabajo a partir de ese momento. Su cine da un giro de 180 grados y va convirtiéndose en un artefacto más y más personal en el que el extrañamiento y el surrealismo se van apoderando de sus obras.


En ese contexto nos llega “Gente en Sitios”, su quinto largo (tercero de su segunda etapa) y es en ella en la que se puede observar la culminación de ese camino iniciado hace cuatro años. Gente en sitios se trata de la obra más libre, libertaria, extraña y caótica que ha dado a luz el cine español reciente. Cavestany hace del extrañamiento su bandera y nos traslada a una España de ambientes claustrofóbicos e irreales en cuyas escenas cómicas (porque Gente en sitios es, al fin y al cabo, una comedia) a veces es inevitable quedarse con la risa helada ante el desconcierto que generan algunos de sus giros y diálogos.  En este punto es donde el director marca claramente su mayor referente. Si de alguna película bebe Gente en sitios, sin duda es de Inland Empire, y si algún trabajo influencia a Cavestany, ese es el de David Lynch. La textura de la imagen, la fragmentación, la extrañeza, la excentricidad en incluso el humor surrealista remiten a la obra del autor americano. Eso sí, destilado y adaptado a la España ibérica que Cavestany quiere retratar.
Estamos ante una película en la que todo vale, y por esa razón, de todo se encuentra. Nos encontramos ante un artefacto que es, al mismo tiempo, divertido, desasosegante, ridículo, patético, poético, estúpido, misterioso, mágico e incluso en algunos momentos capaz de rozar la vergüenza ajena. Es un ejercicio de libertad tal que es tan sublime como fallido. Una obra de perfecta imperfección.


De alguna manera, Gente en sitios resuena y genera un díptico bastante más significativo de lo que pueda parecer con la otra gran obra libre que ha dado el cine del último par de años, Holy Motors. Cavestany y Carax comparten la ausencia total de miedo al que dirán y eso les permite llegar a lo sublime sin importarles que en el camino haya que atravesar lo ridículo. Ambos films están montados en forma de caleidoscopios fragmentarios que nos ofrecen un retrato bastante más crudo de lo que pueda parecer de la sociedad que vivimos. Mientras Carax se focaliza en retratarnos la deshumanización imperante, Cavestany se centra en retratarnos el desconcierto. Y es en ese punto donde Gente en sitios se convierte en una obra mucho más clarividente de lo que aparenta, mostrándonos una sociedad y unos individuos temerosos, desconcertados, aislados. De alguna manera la película hace una certera diagnosis  del estado de las cosas, del vacío y desconcierto que encoge a la sociedad española. Solo que Cavestany ha decidido hacerlo a su manera, a través de un collage que nos va dejando una huella que solo podremos percibir una vez terminada la película y pensando sobre ella. Porque, aunque nos haya podido pasar desapercibido, en ella están todas las losas que sufrimos… el paro, la crisis inmobiliaria, la corrupción, el maltrato… todo tratado desde la perspectiva de un humor que ya raramente provoca la carcajada, y cuando la provoca, te deja con la mueca helada al poco. Ese humor que da vueltas a la imposibilidad de volver a ser inocente (post-humor, como le gusta llamarlo a Jordi Costa), imposibilidad, que por otra parte hace tiempo que nuestra sociedad descubrió. En definitiva, un retrato de España en modo impresionista.
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Gente en sitios (2.013)
Dirección: Juan Cavestany
Guión: Miguel Estebán, Nacho Marraco y Juan Cavestany
Fotografía: Juan Cavestany
Montaje: Raúl de Torres y Juan Cavestany
Interpretes: Ernesto Alterio, Carlos Areces, Raúl Arevalo, Enric Benavent, Josean Bengoetxea, Luis Bermejo, Jorge Bosch...

sábado, 22 de febrero de 2014

Todo el cine en una lagrima

Carl Theodor Dreyer es, quizás, de los grandes maestros del cine universal, el más desconocido de todos ellos. Aunque ningún estudioso dude en ponerle a la altura de los Ozu, Hitchcock, Godard o Kubrick, su obra es desconocida para el gran público y sus películas son uno de los secretos mejor guardados de la historia del cine. Se podrían elucubrar diversas razones para ello. Quizás, su carrera errática e inconstante (casi siempre por causas ajenas a su voluntad) con periodos de inactividad de hasta diez años entre sus películas (pero errática fue la carrera de Welles y goza de fama universal). O tal vez porque la mayoría de su carrera se desarrolló en el mudo con tan solo cinco películas habladas en su haber (aunque podríamos decir algo parecido de Chaplin, y es un icono). El hecho es que hoy, él y sus películas son un pequeño susurro en la cultura popular.
Por tanto, nunca es mala ocasión para reivindicar a Dreyer. Podrían argumentarse muchas razones para ello. Como por ejemplo, que a pesar de su enorme humildad que le hacía considerarse a sí mismo un mero artesano y no un teórico, fue un revolucionario que buscó la abstracción en pos de la pureza de sus personajes. Los despojaba de todo artificio “naturalista” en lo que él denominó “realismo psicológico”. O también porque, aunque la mayoría de sus seguidores quizás no lo sepa, sin él el cine del enfant terrible Lars Von Trier no existiría. Sin embargo, la razón que me ha llevado a esta reivindicación es mucho más visceral que todo esto. Se trata del increíble impacto emocional que sigue produciendo hoy su Pasión de Juana de Arco.


Dreyer realizó la película en 1928 y se trata de su primera obra magna. Aún hoy, nos enfrentamos a una película de una rabiosa radicalidad. Durante esos años, el director danés había ido madurando y desarrollando su teoría fílmica y es en esta película en donde consigue ponerla en práctica por primera vez. Como decía, Dreyer es un enemigo del artificio y su mayor obsesión era retratar la psicología de sus personajes. Por ello, despojaba a sus decorados de elementos accesorios (en sus películas son austeros y cuasi abstractos) y forzaba a sus actores a interpretar con un estilo extremadamente natural. En esta película lleva esa obsesión al paroxismo y construye la película en base, casi exclusivamente, a primeros planos, creando con ello lo que quizás sea el más hermoso tratado sobre el rostro humano que se ha realizado en la historia del arte moderno. El danés y su operador Rudolph Maté construyen cada plano en base a los rostros de sus protagonistas que, además, posan ante la cámara sin ningún gramo de maquillaje (otra obsesión de Dreyer). De esa manera, los decorados de Hermann Warm (creador del Gabinete del Dr. Caligari), límpidos y cuasi deconstructivistas, quedan fragmentados y en muchos momentos, es incluso difícil reconstruir mentalmente la disposición espacial de la escena y sus personajes.  Las escenas se transforman en un collage de miradas donde importan mucho más los gestos que las acciones. El montaje en ocasiones se vuelve vertiginoso y cuando los inquisidores acosan a Juana, la confusión que generan en la acusada se transmite en ese paso implacable por sus rostros.


Y es que, lo que realmente importa aquí es introducirse en el tormento de Juana de Arco. Y para ello, somos testigos de, quizás, la interpretación más gloriosa de todos los tiempos. Maria Falconetti, en la que sería su única película, se vacía de manera absoluta ante una cámara para la que solo existe su rostro. En muchos momentos parece que no exista nada más alla de su mirada. Y la vemos sufrir, reír, llorar, desesperarse y temer, abriéndose en canal ante nuestros ojos e imbuyéndonos en un estado de sobrecogimiento del que es muy difícil desprenderse al finalizar la película. La sinfonía que el rostro de la actriz genera ante nosotros se convierte en principio y fin, en medio y objeto último, ya que es a través de su rostro como acompañamos a Juana en su tormento y hasta su trágico final.
Y es en ese momento final en el que te paras a pensar y te das cuenta de que acabas de ver todo el cine resumido en apenas ochenta minutos. Ante nosotros han pasado Godard, Lynch y Tarkovski, Persona, Bailar en la oscuridad e Inland Empire. Tantas y tantas películas que Dreyer es capaz de condensar en una sola lagrima que brota en el rostro de Maria Falconetti ante nuestros ojos. Definitivamente, Dreyer debería enseñarse en todos los colegios.
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La pasión de Juana de Arco - La passion de Jeanne d'Arc (1.928)
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guión: Joseph Delteil y Carl Th. Dreyer
Fotografía: Rudolph Maté
Montaje: Marguerite Beaugé, Carl Th. Dreyer
Interpretes: Maria Falconetti, Eugene Silvain, André Berley, Maurice Schutz

sábado, 8 de febrero de 2014

De repente, el vacío

El futuro es, quizás (con permiso de Albert Serra), la película más controvertida que se ha producido en España en lo que va de siglo. Mientras una parte de la crítica ha corrido a encumbrarla como "una de las mejores películas españolas de los últimos 30 años" (Jaime Pena dixit), otra parte de ella ha corrido a denunciar su esnobismo y “postureo” vacuo que a algunos les han llevado a catalogarla como "una de las peores películas de la historia". ¿Cómo puede ser que una misma película pueda suscitar opiniones tan diametralmente opuestas?
Supongo que esas reacciones exaltadas van en consonancia con la enorme ambición del proyecto, porque, si hay algo que pueda definir esta película es su voluntad de trascender. Realmente, pensar El Futuro es una experiencia apasionante, porqué nos encontramos con una película sumamente compleja y muy cuidadosamente pensada. Conceptualmente, la película es fascinante. En primer lugar porque, hoy que es más necesario que nunca, se atreve a ser una película política. Y lo interesante es que ha optado por serlo a contracorriente, ya que la película es política es la acepción más “godardiana” del término, es decir, es política desde su puesta en escena y no desde sus palabras. 


En El Futuro no vamos a ver a personajes verbalizando interminables soflamas políticas. Su gesto político es mucho más radical y valiente si cabe. El mensaje está claro y el propio director lo ha descrito meridianamente: “Con la victoria socialista pensamos que estaba todo hecho, cuando estaba todo por hacer”. Mucho se ha hablado sobre esa fiesta interminable de la que hemos disfrutado en los últimos 30 años y de la enorme resaca en la que hoy estamos inmersos (Gente en Sitios sería el perfecto contra-plano de la película). 
Tras el discurso de la victoria de Felipe Gonzalez en el 82 (que, por otra parte, es de una aterradora actualidad), Lopez Carrasco nos invita a observar una celebración hedonista en la que los pensamientos políticos se acaban mezclando con el alcohol y las drogas y se acaban difuminando hasta convertirse en murmullos.
Ahí es donde entra en juego la otra pata conceptual de la película. Ese difuminado se expresa a través de una imagen que, gracias a su textura granulosa de 16mm, se torna densa y los colores y las figuras se acaban empastando hasta disolverse junto con sus palabras. Ese efecto grumoso se multiplica a través de la atrevida banda sonora, que bucea en la cara B de la música española de aquella época y que bebía más de Joy Division que de los cantautores políticos de los Setenta. El paradigma de ello es el Homúnculo de Ciudad Jardín, que acompaña con su densidad hipnótica la pastosidad de las imágenes



Al mismo tiempo que las palabras se van disolviendo en murmullos entre los muros de guitarras, el director visualiza el proceso a través del propio deterioro del soporte fílmico. Poco a poco el sonido empeora, va y viene, y en la imagen empiezan a aparecer enormes agujeros negros (la cita a Zulueta es clara) que acaban tragando a sus protagonistas y llenando de vacío la película. 
También es cierto que esa densidad abigarrada tanto física como conceptual acaba arrebatando el aire a las imágenes y el propio entramado estético elimina el alma a unos personajes que acaban siendo espectros de sí mismos y que puede llegar a abrumar (e incluso aburrir) y sacar al espectador fuera de la reflexión que propone el film.
En todo caso, es difícil no sentirse sobrecogido por las palabras que surgen en pantalla a partir de ese vacío (que proceden de la letra de Nuclear Si de Aviador Dro) y que hacen las funciones de una profecía apocalíptica del páramo social en el que hoy estamos inmersos.
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El Futuro (2.013)
Dirección: Luis López Carrasco
Guión: Brays Efe, Luis E. Parés, Luis Lopez Carrasco
Fotografía: Ion de Sosa
Montaje: Sergio Jiménez
Interpretes: Lucía Alonso, Rafael Ayuso, Marta Bassols, Marina Blanco

domingo, 2 de febrero de 2014

Lo que pudo ser y no fue

Está claro que las revoluciones de nuestra época son muy distintas a las de antaño, ahora tenemos  revoluciones televisadas. En ese sentido, el movimiento “indignado” ha sido modélico. Frente al misterio y la aventura que rodeaban a las revoluciones del siglo pasado, ahora nos enfrentamos a la sobre-exposición de imágenes de todo tipo, tomadas desde cualquier dispositivo y que nos llegan sin ningún tipo de filtro. Es por ello más necesario que nunca que, con la apropiada distancia temporal, se haga el adecuado proceso de analisis (fílmico) de lo que ocurrió aquellos días, semanas y meses. 


Las películas inspiradas en aquellos sucesos han ido apareciendo en nuestras pantallas en los últimos tiempos, pero es cierto que casi en su totalidad han sido más retratos emocionales contados desde las tripas que cintas reflexivas (con es el caso de Vers Madrid de Sylvain George o el Libre te quiero de Martín Patino). Probablemente VidaExtra es el primer film que intenta arrojar una mirada más intelectual sobre aquel movimiento y lo consigue de una manera formalmente tan simple en apariencia como la contraposición de palabras, porque son las palabras el elemento central de la película. Frente al discurso ilusionado, inocente y casi “naif” de la asamblea revolucionaria del primer tercio de la película, Ramiro Ledo contrapone la charla descreída alrededor de unas cervezas de cinco jóvenes que participaron en aquella “revolución” y que nos hablan de su sensación de fracaso y de oportunidad perdida. De igual manera que los hechos acaecidos no pudieron seguir a las grandes palabras de las proclamas del día anterior, en el film las imágenes siguen su propio camino y son inversas a su verbo. Este ejercicio tan simple (y tan complejo) acaba construyendo un retrato demoledor de lo difícil que es, a veces, que acciones y discurso caminen por el mismo sendero. 

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VidaExtra (2.013)
Guión, fotografía y Dirección: Ramiro Ledo Cordeiro
Música: Malandrómeda